LA CASERÍA DE LAS LILAS




A día de hoy no sé porqué se llama así, o quién le puso ese nombre. Me envuelvo por el dorado recuerdo que viene a mí con su calor anaranjado de las tardes eternas de agosto, el mes por excelencia en los veranos de mi infancia. Todos en familia íbamos en el viejo Land Rover, mastodóntico autocar que todo jiennense de pro tenía, y que nos surtiría de grandes aventuras en otros viajes, con Tuska sacando su noble cabeza fuera del coche; creo recordar que no tenía puerta trasera.

La magia de aquella vieja y derruida casería creo que nunca lograré transmitirla. Por algún extraño sortilegio, el humor de la familia cambiaba; a pesar de mi poca edad, lo percibía clara, diría que diáfanamente. El aire estaba cargado de olores dulces y azucarados, a melocotón y a moras, a los pequeños lirios, las campanillas moradas y unas florecitas amarillas. Insectos brillantes y coloridos rozaban nuestros cabellos, camicaces del estío, y los grillos al atardecer aún sufrían acalorados.

El camino, aún en coche se hacía largo. Un punto en el camino nos señalaba a mis hermanos y a mí su proximidad, y todos nos exaltábamos. Acabábamos de dejar atrás la casería de La Pringue, donde pasaba los veranos nuestro pequeño amigo David, y tras el descenso de la cuesta aparecería ante nuestros ojos las montañas altas y majestuosas cargadas de pinos verdes y aromáticos. En el escarpado valle que surgía por la unión de ambas colinas se ubicaba nuestra mansión encantada. El resto del camino era tortuoso, lleno de curvas, pétreo, empinado. La primera encina marcaba los límites: ya habíamos llegado. Un sendero arqueado de viejos almendros cargados preludiaba la entrada. Tras este, la casería se erguía majestuosa de entre sus ruinas. Un paraje de hermosura natural, de vida que brotaba de los escombros, rayos bosquejados entre las copas profundas, rumor de agua, zumbidos aéreos, rincones en penumbra incitando a la exploración, aparecía ante el escenario de mis ojos.

En vocerío saltábamos como fuerzas desatadas, casi con el coche en marcha, y nos dispersábamos, unos a la mohosa boca de tubería por la que borbotoneaba agua fresca y límpida, dejando su cauce en un pequeño estanque, a saber, una vieja toma de desagüe, sin la rejilla, y que descubría su forma rectangular. Habitan pequeños renacuajos y alguna que otra rana. Otros, directos a la casería, trepaban por sus muros y derribos hacia la planta superior. La vieja casa era grande, y a mí me resultaba casi imperial, creyéndola propiedad de adinerados terratenientes, cuya hija hermosísima era cortejada de noche por un joven moreno y apuesto, en su caballo moteado gris y blanco. Paulatinamente, mis teorías antropológicas y sociales sobre las propiedades explotadoras de aceituna de la ciudad de Jaén, en torno al siglo XIX, que era el siglo más antiguo que podía recrear con lo que creía exactitud y fidelidad a lo que, de acuerdo a la poca edad que tenía, recién aprendida la cartilla y las tablas de multiplicar, creía saber qué era el Romanticismo, dejaba vagar mis pensamientos, y cavilaba cuán difícil debió ser vivir en aquel lugar, dependiendo siempre del medio, sujetos al clima y sus caprichos, el poco o mucho contacto que tendrían quienes vivieran ahí con otras gentes del lugar, y sobre todo, el nacimiento de una nueva vida. Más tarde, discurría en torno a la Guerra Civil, e imaginaba situaciones de combates próximos, el miedo de hombres y mujeres, la espera a los cobardes.

Constaba de dos plantas, la superior mejor conservada, guardaba los dormitorios, de paredes azules, y en las que se observaban medianas hornacinas; un plafón de yeso blanco, como una rosa abierta al calor de junio mediaba el techo de la que parecía ser la habitación principal, pero no quedaban restos de alguna lámpara. La planta inferior, más vejada por el trasiego de los pasos curiosos, guardaba la cocina, cuya hornilla estaba enclavada en la pared, aún con restos negros borrosos del petróleo, algunos estantes enrejillados, sin duda el platero, y una ventana que daba a la parte posterior, las cuadras. Mi padre nunca me dejaba llegar hasta allí, pues quedaba en lo alto de un pequeño terraplén, y para mis torpes pasos simulaba todo un barranco donde despeñarme.

Alrededor de la vieja casa derruida había varias explanadas, cada extremo delimitado por dos enormes y altivos plataneros, donde mis hermanos jugaban a la pelota, perseguida por mi canina amiga; sus ladridos se acababan en el eco. Dos senderos bifurcaban el recinto, uno, en dirección hacia el este, se perdía por una cada vez más empinada cuesta bordeada de encinas y alguna higuera loca, conduciendo hasta las dispersas colmenas. Me maravillaba observar a mi padre de improvisado apicultor; mis hermanos corrían hacia él, deseosos de aprender. El otro sendero, quedaba a la derecha, en dirección al sur, era mi preferido. Sombrío, la tierra rezumaba hilos de agua, hasta desembocar en un riachuelo serpenteante, techado por una zarza enroscada sobre sí misma, creando una bóveda de medio arco majestuosa, encantadora. Mi madre me tomaba de la mano, y juntas recolectábamos moras. En aquel marco, el agua discurriendo rumoreante a nuestros pies, la brisa fresca que nos envolvía y hacía vibrar las hojas como cuerdas de arpa, de la mano de mi madre, la veía majestuosa, imperial, ninfa que surgiera de su escondite, bella, serena y afable. Mi hermana se unía al conjunto, guardián de mi persona, su mano protectora cubría mis hombros. Ella, más callada, se abandonaba a la espiritualidad del lugar: bajo sortilegio panteísta entregaba su alma, y por unos instantes, irradiaba paz. Siempre me encantó espiarla en sus retiros a la víspera del día.

Todo esto apenas duraba un momento, merendábamos los bocadillos, y al crepúsculo iniciábamos el regreso. Mis padres, en el Land Rover, mis hermanos, Tuska y yo a pie. Cuando alcanzábamos la última encina, la noche acechante, volvíamos la mirada, imprimiendo en nuestras retinas la vieja y demacrada casería, cubierta por las sombras, y antes de que la última doblara la esquina, creo que todos guardábamos en aquella caja de Pandora nuestros más secretos anhelos.

Crecimos todos, y muchos años más tarde, cuando casi todos mis hermanos habían abandonado el hogar, regresé. Los tiempos cambian, y ahora los acampamientos son campings alcoholizados. De la vieja casa no quedaba sino los cuatro pilares, como su recuerdo y mi infancia.

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